lunes, 30 de julio de 2018

La colombiana

    Todo empezó durante una mañana fría y húmeda. La salud de mi abuela se resentía y mi familia vio bien que contribuyéramos a buscar a una persona que cuidase de ella. Mi abuela era muy querida y nadie puso pegas a la hora de elegir una enfermera. Estaba de moda traer a sudamericanas tituladas desde el país de origen. En la elección estuvo presente mi hermana, Elisa, que fue asesorada por mi hermano, Alfredo. Al final se eligió a una enfermera que venía de la tierra del café.

    Alfredo había ido a buscarla con mi hermana. Según él, la colombiana era la mujer más fea que había visto. Fue tanta su insistencia en su fealdad que me picó la curiosidad de verla. Así que decidí visitar a mi abuela. Le llevé unas revistas del corazón, pero, sobre todo, me encargué de que mi hermano no estuviera presente. Antes de la cita, le había preguntado a Elisa si la colombiana cuidaba bien a mi abuela. Ella me dijo que sí, y hubo un dato que me extrañó: según Elisa, Alfredo no hacía más que visitarla.

    Mi abuela, que se llamaba Arminda, era una mujer de mundo. En su infancia tuvo que luchar mucho para sacar a la familia adelante mientras su marido, Roberto, iba al frente en la Guerra Civil. Roberto y Arminda tuvieron varios hijos, entre ellos, a mi padre, a quien la vida le dio salud para criar a sus hijos. Mi padre se educó en la dictadura del Generalísimo. En cambio, yo viví durante mi infancia en una dictadura que dio paso a la democracia española ya durante mi madurez.

    Mi abuela estaba bien atendida. Cuando me vio se alegró, pero me recriminó no haber venido antes. En ese momento, entró a traernos café la perla de Colombia. Era tan guapa, tan guapa que su rostro hablaba por ella y su cuerpo tan femenino como salvaje. Del trópico al atlántico, su hermosura hablaba por la idiosincrasia de su tierra. Tenía la melena de oro negro. La piel como el café. Viendo su cuerpo yo entraba en conflicto como su país. Sus ojos de esmeralda y sus labios carnosos hacían de ella una mujer de armas tomar.

    El café estaba tan rico que maquiné que mi hermano tenía que pagar por su artimaña. Tenía que tragarse su orgullo. Llamé a la colombina, que me dijo que se llamaba María Alejandra, y la invité a cenar, en consideración por la atención que había tenido con mi abuela. Ella aceptó mi invitación a cenar cuando tuviera su día libre. El lugar elegido era la taberna de mi hermano.

    Fue un día de verano. El calor y la humedad de la noche invitaban a cenar al aire libre. Como habíamos quedado, fui a buscarla a casa de mi abuela. Llevaba una blusa que se pegaba a sus pechos por el intenso calor. Cuando mi hermano me vio entrar en la taberna con María Alejandra, se le cayó el alma al suelo. El camarero se nos acercó y tomó la comanda mirando más a la perla de Colombia que a lo que escribía en la libreta. La cena fue exquisita, la verdad es que mi hermano tenía un buen cocinero. Nos habíamos tomado un pescado y un vino blanco fresquito. Ella me contó que, a pesar de su título universitario, la sanidad estaba muy mal pagada y que por las razones más antiguas del universo, tuvo que emigrar a Europa. Estaba pensando en traerse a su hija, quien tenía su misma vocación. Deseaba que tuviera la suerte que ella no había tenido. Europa le brindaba una oportunidad y no la quería desperdiciar. Para ella lo más importante era su hija; le preocupaba que estuviera sin su madre en un país con grandes dosis de violencia. Al final de la cena, cuando nos íbamos, me acerqué a la caja donde nos esperaba mi hermano y desde donde nos había estado mirando toda la noche. Alfredo me puso la cuenta.

—Este mes no he cobrado, te pagaré cuando cobre —le dije.
—No me hagas esto.
—Bueno, si quieres que pague la colombiana, vas tú y se lo dices. Por mí no hay problema.

    Mi hermano la miró de arriba abajo y me contestó: —No hay problema, paga cuando cobres.
Después de aquella noche, Alfredito no me ha vuelto a decir nada de la perla de Colombia.


FIN

1 comentario:

  1. Interesante!!.Lo que importa es lo interior, los sentimientos. Lo superficial no.

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