jueves, 25 de noviembre de 2021

El Acantilado - Capítulo I Parte II

El acantilado

Francisco Morales Domínguez


 El lugar de reunión de Martín con el intermediario era una fábrica abandonada, situada en un cinturón industrial en las afueras de Madrid. Bien alejada de todo contacto con la civilización. Debido a lo inhóspito de la zona, Martín estaba preocupado, pues era un lugar idóneo para un interrogatorio, pero también lo era para una trampa; aunque se preguntaba también qué motivo había para que se tratase de una encerrona. Su inesperado ascenso y la morbosa fuga de su jefe, Marcos Cedrés, con su amante, le hacían sospechar. No encontraba una prueba contundente por la que desconfiar y solo la pistola que llevaba a la espalda del cinturón le tranquilizaba. Entró en la factoría, descubriendo ante sí un sitio desolador, repleto de máquinas viejas. A su derecha encontró una sala. El aposento estaba oscuro y palpó la pared hasta tocar el interruptor que iluminó la estancia. Esta tenía las características de una sala de conferencias o un aula destinada a la enseñanza: forma rectangular, pizarra empotrada de enormes dimensiones, un escritorio y un cúmulo de butacas alineadas. Él, paso tras paso y de una manera muy rápida, cruzó la larga sala. En ese momento, sonó su teléfono:

―¿Diga? ―preguntó Martín.

―¡Soy Bea, Martín!

―Por fin, ¿dónde estás metida?

―Estoy fuera. Es Alberto, me metió el miedo en el cuerpo. Dijo que huyera y luego alguien me persiguió.

―¿Pero qué ha pasado?

―Un asunto de unas fotos y unos asesinatos.

―Deberías tranquilizarte. ¿Dónde está Alberto?

―No lo sé, está desaparecido. Por eso te llamaba. Su móvil está apagado y cuando hablé con mi padre, me dijo que tú habías hablado con él. ¿Sabes algo que yo no sepa? ―preguntó Beatriz.

―Prácticamente nada, vino el otro día al despacho y estuvimos hablando un poco de todo antes de ir a París. Ahora vamos a pensar en positivo y ya verás que aparece.

―Dios te oiga, llámame si aparece, por favor.

―Lo haré, no te preocupes más y tranquilízate ―añadió Martín.

―Gracias, Martín. Espero tu llamada.

―De nada, hasta luego.

―Hasta luego.

Martín se despidió de Beatriz, la breve conversación le hizo sentir algo más aliviado, aunque surgió un nuevo foco de preocupación: Alberto. Fantasmas del pasado volvían hacia él. Miró su reloj de pulsera; quedaban cinco minutos para la cita y se sentó en una de las butacas más cercanas. Como le molestó la pistola, la depositó encima de la mesa, de un bolsillo sacó un silenciador y se lo puso. Descansó por un momento, buscó una postura más cómoda reclinándose en la misma y dejó caer suavemente la cabeza hacia atrás, llevándose las manos a esta para darse un suave masaje. A la vez, cerró sus ojos marrones buscando una concentración adecuada y giró delicadamente su cuello en redondo para mayor relax. Reflejó en su rostro de tez blanca una placentera tranquilidad. De repente, le despertaron unos ruidos producidos en el exterior. Se incorporó y les prestó una atención especial, logrando detectar por un instante el motor de un coche que se detenía. Transcurridos unos segundos, alguien entró en la fábrica y se produjo un efímero estruendo en el suelo, como si cayera un cuerpo. Posteriormente, algo se arrastró en el pavimento causando un sonido agudo, desapacible y chirriante, ascendente en su resonancia y acompañado de muchos pasos que se acercaban lentamente a la habitación. Recogió rápidamente la pistola guardándosela en la espalda, a la altura del cinturón. Situó sus manos en el dorso percibiendo el arma y esperó.

Los ruidos se convirtieron en voces cercanas a la sala. Martín, ansioso, miró expectante hacia la puerta. Entraron tres hombres en el cuarto, dos de ellos de una corpulencia voluminosa que no disimulaban sus exquisitos trajes. Estos sujetaban por los brazos al tercero, que tenía su cuerpo inerte con los pies arrastrando por el suelo, hasta que le llevaron al final del cuarto para dejarlo en un asiento. Tenía el rostro oculto tras una máscara con unos diminutos orificios para respirar. 

―Señor Lebach, aquí lo tiene ―dijo uno de los hombres. 

Martín colocó la palma de la mano delante de los pequeños orificios de la máscara. Su gesto propició cierto nerviosismo entre los hombres. La respiración del individuo escapó débilmente por los agujeros.

―Será mejor que alguien vigile. Cuando llegue el doctor Lang, háganle pasar ―ordenó a uno de los hombres que salió de la sala.

Poco después, volvió a aparecer acompañado de un individuo, delgado en apariencia, llevando un maletín negro en la mano y con una distinguida elegancia en su vestimenta que le diferenciaba notablemente del resto. Vio a Martín y no perdió un segundo para dirigirse hacia él.

―Volvemos a vernos, Martín ―saludó acercándole la mano a modo de recibimiento.

―Ya estamos todos. Empecemos de una vez ―dijo Martín. 

―Vigilaré fuera ―volvió a repetir el hombre corpulento.  

El doctor se quitó la americana y, muy tranquilo, la dejó encima de la mesa. Luego, acercó su maletín negro al hombre sentado en la silla, lo abrió mostrándose a simple vista repleto de utensilios médicos. Le subió la manga al encapuchado y, con oficio, le colocó una goma en el antebrazo. En unos segundos, se podían distinguir distintas venas de varios tamaños, de entre las que eligió la más notable, que golpeó de una manera muy suave con el pulgar para, seguidamente, preparar una inyección y presionar lentamente la jeringuilla, dejando escapar un poco de líquido. 

Martín veía cómo el doctor punzaba aquella aguja en la gruesa vena. El médico esperó a que el líquido surtiera efecto en su sistema nervioso. El individuo movió la cabeza de forma muy débil hacia los lados. De repente, la cabeza cayó de golpe sobre el pecho arrastrando a todo el cuerpo hacia el suelo. El doctor le levantó del suelo e intentó reanimarle, moviéndolo, zarandeándolo, dándole palmadas en la cara... Como no reaccionaba, Martín examinó sus constantes vitales; su pulso era cada vez más débil y sin duda se asfixiaba. Rápidamente, le quitó la máscara, encontrando el rostro ensangrentado de su amigo Alberto Mena. Alarmado, lo tumbó en el suelo y no perdió un instante en tratar de reanimarlo, haciéndole el boca a boca y presionándole el pecho. De este modo, volvió a respirar con cierta normalidad.

Martín arqueó las cejas, no entendía qué hacía su amigo allí. Ahora, Alberto agonizaba en sus manos, que seguían examinando sus constantes vitales.

―Se encuentra bien ―dijo el científico―. Es el efecto de la droga. Ahora quizá delire. 

El médico sacó amoníaco de su bolsillo, lo destapó y lo pasó por su rostro. El joven se despertó y comenzó a delirar:  

―Cuidado, ¿Beatriz, eres tú?, ¿eres tú?... ―repetía. 

Martín estaba intrigadísimo. Cedrés fue quien introdujo a Martín en la organización y si él caía sospecharían de él, como mínimo. Esta era la prueba que buscaba para saber que se trataba de una trampa. Pero qué hacía Alberto allí. Alberto, mientras tanto, continuaba delirando. 

―Beatriz, Beatriz... ―repetía Alberto.

Martín eligió un lugar desde el cual podía tener a tiro al hombre corpulento y al científico. Alberto podría contarle muchas cosas y estaba claro que debía ser en otro lugar.

Fuera de la fábrica, el matón estaba sacando una bomba de relojería de su coche y se acercaba al coche de Martín.

En el interior de la fábrica, Martín aprovechó que el hombre corpulento no le prestaba atención y que el otro estaba fuera. En ese momento, sacó su pistola y apuntó al hombre.

―Levántenlo ―ordenó Martín.  

El doctor levantó los brazos. En ese momento, Alberto comenzó a balbucear y despistó a Martín. El matón sacó una pistola y Martín, rápidamente, comenzó a disparar contra este, que cayó fulminado al suelo. Martín apuntó al doctor, que continuaba con las manos en alto. Se acercó a él lentamente, susurrándole que se tirara al suelo. Una vez tendido en el suelo, comenzó a cachearle, encontrando un pequeño revólver en su espinilla. Ahora Martín ordenó al doctor que llamara al matón que se encontraba fuera. El doctor, que sentía en su sien la pistola de Martín, gritó al hombre de forma enérgica. Martín corrió hacia la puerta y se escondió tras la pared de la entrada, a la espera de que apareciera el matón. Unos segundos más tarde, comenzaron a escucharse pisadas tan rápidas como los latidos de su sobresaltado corazón. En ese instante, apagó la luz y los pasos fueron más silenciosos hasta que no se escuchó nada. Un silencio denso invadió la sala, que se interrumpió por una fuerte respiración cerca de la puerta. Encendió la luz y vio al hombre, al que encañonó. Martín no disparó contra él, pero no dejó de apuntarle. Le ordenó que soltase el arma. El matón no hizo caso y se giró para dispararle, pero este descargó varios disparos en su cuerpo que lo derribaron. El matón, en el suelo, hizo un último esfuerzo por disparar, pero Martín vació el cargador sin poder impedir que recibiera un impacto en el hombro. Martín se tocó la herida de bala y se aseguró de que solo era superficial. Mientras, el médico se había metido en un cuarto intentando escapar. Martín estaba acelerado y enfurecido.

―¡Salga de ahí detrás! ―ordenó Martín.

Lang salió temeroso.

―Recoja a Alberto; hay que largarse de aquí.

El médico se precipitó rápido sobre Alberto y con movimientos torpes intentó cogerlo. 

Cuando salió de la fábrica, colocó en la parte trasera del coche el cuerpo de Alberto, que comenzó otra vez a delirar.

Martín no sabía qué hacer con el doctor; si se lo llevaba consigo requeriría vigilancia en todo momento y se convertiría en un testigo que no haría más que estorbar. Si lo dejaba allí, lo primero que haría sería llamar a su jefe e informarle. Tampoco quería matarlo. Y quizá, podría contestarle a todas las preguntas que se arremolinaban en su cabeza.

―Hay que llevarlo a un hospital. Tienen que curarle la herida ―dijo el doctor a Martín.

―¡Quítese toda la ropa! ―volvió a ordenarle al doctor, que se quitó la vestimenta dejándose puestos solo los calzoncillos.

―¡He dicho toda! ―gritó Martín.

El doctor se dio la vuelta y se bajó su ropa interior. Luego volvió a darse la vuelta, y con las manos se tapó sus vergüenzas. Martín decidió meterlo dentro del maletero de su coche; de este modo, después de llevar a Alberto a un hospital lo interrogaría, haciéndole probar su propia medicina.

Abrió el maletero y obligó al doctor a meterse dentro. Este aprovechó la ocasión para, una vez más, implorar por su vida. 

El doctor se metió en el maletero y Martín cogió su ropa volviendo a la fábrica. Controlada la situación, sus nervios se disiparon. Se quitó la camisa y con esta se limpió la sangre de su cuerpo. Del maletín del presunto científico sacó un desinfectante y se roció la herida. Rápidamente, se limpió con unas gasas y cubrió la brecha haciéndose un vendaje. Luego, se puso la camisa y la chaqueta del doctor ajustándolas a su cuerpo. Comenzó a sentir que la situación ya estaba controlada y que lo ocurrido había sido como un mal sueño. Se subió al coche por la parte trasera y comprobó el estado de salud de Alberto. Este tenía fiebre y Martín decidió no perder un instante. Su amigo tenía muchas cosas que contarle.

―¿Qué edad tienes, Alberto? ―preguntó Martín.

―Cuarenta y cinco.

―¿Para quién trabajas?

―Para la CIA.

―¿Cuál era tu misión?

―Localizar a un asesino. 

―¿Por qué? ―preguntó Martín.

―Estaba asesinando a espías de todas las nacionalidades.

―¿Qué ha pasado en estos dos últimos días, Alberto? ―preguntó Martín.

A los pocos segundos, Alberto comenzó a contar qué había hecho en esos días.




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