jueves, 25 de noviembre de 2021

El Acantilado - Capítulo I Parte II

El acantilado

Francisco Morales Domínguez


 El lugar de reunión de Martín con el intermediario era una fábrica abandonada, situada en un cinturón industrial en las afueras de Madrid. Bien alejada de todo contacto con la civilización. Debido a lo inhóspito de la zona, Martín estaba preocupado, pues era un lugar idóneo para un interrogatorio, pero también lo era para una trampa; aunque se preguntaba también qué motivo había para que se tratase de una encerrona. Su inesperado ascenso y la morbosa fuga de su jefe, Marcos Cedrés, con su amante, le hacían sospechar. No encontraba una prueba contundente por la que desconfiar y solo la pistola que llevaba a la espalda del cinturón le tranquilizaba. Entró en la factoría, descubriendo ante sí un sitio desolador, repleto de máquinas viejas. A su derecha encontró una sala. El aposento estaba oscuro y palpó la pared hasta tocar el interruptor que iluminó la estancia. Esta tenía las características de una sala de conferencias o un aula destinada a la enseñanza: forma rectangular, pizarra empotrada de enormes dimensiones, un escritorio y un cúmulo de butacas alineadas. Él, paso tras paso y de una manera muy rápida, cruzó la larga sala. En ese momento, sonó su teléfono:

―¿Diga? ―preguntó Martín.

―¡Soy Bea, Martín!

―Por fin, ¿dónde estás metida?

―Estoy fuera. Es Alberto, me metió el miedo en el cuerpo. Dijo que huyera y luego alguien me persiguió.

―¿Pero qué ha pasado?

―Un asunto de unas fotos y unos asesinatos.

―Deberías tranquilizarte. ¿Dónde está Alberto?

―No lo sé, está desaparecido. Por eso te llamaba. Su móvil está apagado y cuando hablé con mi padre, me dijo que tú habías hablado con él. ¿Sabes algo que yo no sepa? ―preguntó Beatriz.

―Prácticamente nada, vino el otro día al despacho y estuvimos hablando un poco de todo antes de ir a París. Ahora vamos a pensar en positivo y ya verás que aparece.

―Dios te oiga, llámame si aparece, por favor.

―Lo haré, no te preocupes más y tranquilízate ―añadió Martín.

―Gracias, Martín. Espero tu llamada.

―De nada, hasta luego.

―Hasta luego.

Martín se despidió de Beatriz, la breve conversación le hizo sentir algo más aliviado, aunque surgió un nuevo foco de preocupación: Alberto. Fantasmas del pasado volvían hacia él. Miró su reloj de pulsera; quedaban cinco minutos para la cita y se sentó en una de las butacas más cercanas. Como le molestó la pistola, la depositó encima de la mesa, de un bolsillo sacó un silenciador y se lo puso. Descansó por un momento, buscó una postura más cómoda reclinándose en la misma y dejó caer suavemente la cabeza hacia atrás, llevándose las manos a esta para darse un suave masaje. A la vez, cerró sus ojos marrones buscando una concentración adecuada y giró delicadamente su cuello en redondo para mayor relax. Reflejó en su rostro de tez blanca una placentera tranquilidad. De repente, le despertaron unos ruidos producidos en el exterior. Se incorporó y les prestó una atención especial, logrando detectar por un instante el motor de un coche que se detenía. Transcurridos unos segundos, alguien entró en la fábrica y se produjo un efímero estruendo en el suelo, como si cayera un cuerpo. Posteriormente, algo se arrastró en el pavimento causando un sonido agudo, desapacible y chirriante, ascendente en su resonancia y acompañado de muchos pasos que se acercaban lentamente a la habitación. Recogió rápidamente la pistola guardándosela en la espalda, a la altura del cinturón. Situó sus manos en el dorso percibiendo el arma y esperó.

Los ruidos se convirtieron en voces cercanas a la sala. Martín, ansioso, miró expectante hacia la puerta. Entraron tres hombres en el cuarto, dos de ellos de una corpulencia voluminosa que no disimulaban sus exquisitos trajes. Estos sujetaban por los brazos al tercero, que tenía su cuerpo inerte con los pies arrastrando por el suelo, hasta que le llevaron al final del cuarto para dejarlo en un asiento. Tenía el rostro oculto tras una máscara con unos diminutos orificios para respirar. 

―Señor Lebach, aquí lo tiene ―dijo uno de los hombres. 

Martín colocó la palma de la mano delante de los pequeños orificios de la máscara. Su gesto propició cierto nerviosismo entre los hombres. La respiración del individuo escapó débilmente por los agujeros.

―Será mejor que alguien vigile. Cuando llegue el doctor Lang, háganle pasar ―ordenó a uno de los hombres que salió de la sala.

Poco después, volvió a aparecer acompañado de un individuo, delgado en apariencia, llevando un maletín negro en la mano y con una distinguida elegancia en su vestimenta que le diferenciaba notablemente del resto. Vio a Martín y no perdió un segundo para dirigirse hacia él.

―Volvemos a vernos, Martín ―saludó acercándole la mano a modo de recibimiento.

―Ya estamos todos. Empecemos de una vez ―dijo Martín. 

―Vigilaré fuera ―volvió a repetir el hombre corpulento.  

El doctor se quitó la americana y, muy tranquilo, la dejó encima de la mesa. Luego, acercó su maletín negro al hombre sentado en la silla, lo abrió mostrándose a simple vista repleto de utensilios médicos. Le subió la manga al encapuchado y, con oficio, le colocó una goma en el antebrazo. En unos segundos, se podían distinguir distintas venas de varios tamaños, de entre las que eligió la más notable, que golpeó de una manera muy suave con el pulgar para, seguidamente, preparar una inyección y presionar lentamente la jeringuilla, dejando escapar un poco de líquido. 

Martín veía cómo el doctor punzaba aquella aguja en la gruesa vena. El médico esperó a que el líquido surtiera efecto en su sistema nervioso. El individuo movió la cabeza de forma muy débil hacia los lados. De repente, la cabeza cayó de golpe sobre el pecho arrastrando a todo el cuerpo hacia el suelo. El doctor le levantó del suelo e intentó reanimarle, moviéndolo, zarandeándolo, dándole palmadas en la cara... Como no reaccionaba, Martín examinó sus constantes vitales; su pulso era cada vez más débil y sin duda se asfixiaba. Rápidamente, le quitó la máscara, encontrando el rostro ensangrentado de su amigo Alberto Mena. Alarmado, lo tumbó en el suelo y no perdió un instante en tratar de reanimarlo, haciéndole el boca a boca y presionándole el pecho. De este modo, volvió a respirar con cierta normalidad.

Martín arqueó las cejas, no entendía qué hacía su amigo allí. Ahora, Alberto agonizaba en sus manos, que seguían examinando sus constantes vitales.

―Se encuentra bien ―dijo el científico―. Es el efecto de la droga. Ahora quizá delire. 

El médico sacó amoníaco de su bolsillo, lo destapó y lo pasó por su rostro. El joven se despertó y comenzó a delirar:  

―Cuidado, ¿Beatriz, eres tú?, ¿eres tú?... ―repetía. 

Martín estaba intrigadísimo. Cedrés fue quien introdujo a Martín en la organización y si él caía sospecharían de él, como mínimo. Esta era la prueba que buscaba para saber que se trataba de una trampa. Pero qué hacía Alberto allí. Alberto, mientras tanto, continuaba delirando. 

―Beatriz, Beatriz... ―repetía Alberto.

Martín eligió un lugar desde el cual podía tener a tiro al hombre corpulento y al científico. Alberto podría contarle muchas cosas y estaba claro que debía ser en otro lugar.

Fuera de la fábrica, el matón estaba sacando una bomba de relojería de su coche y se acercaba al coche de Martín.

En el interior de la fábrica, Martín aprovechó que el hombre corpulento no le prestaba atención y que el otro estaba fuera. En ese momento, sacó su pistola y apuntó al hombre.

―Levántenlo ―ordenó Martín.  

El doctor levantó los brazos. En ese momento, Alberto comenzó a balbucear y despistó a Martín. El matón sacó una pistola y Martín, rápidamente, comenzó a disparar contra este, que cayó fulminado al suelo. Martín apuntó al doctor, que continuaba con las manos en alto. Se acercó a él lentamente, susurrándole que se tirara al suelo. Una vez tendido en el suelo, comenzó a cachearle, encontrando un pequeño revólver en su espinilla. Ahora Martín ordenó al doctor que llamara al matón que se encontraba fuera. El doctor, que sentía en su sien la pistola de Martín, gritó al hombre de forma enérgica. Martín corrió hacia la puerta y se escondió tras la pared de la entrada, a la espera de que apareciera el matón. Unos segundos más tarde, comenzaron a escucharse pisadas tan rápidas como los latidos de su sobresaltado corazón. En ese instante, apagó la luz y los pasos fueron más silenciosos hasta que no se escuchó nada. Un silencio denso invadió la sala, que se interrumpió por una fuerte respiración cerca de la puerta. Encendió la luz y vio al hombre, al que encañonó. Martín no disparó contra él, pero no dejó de apuntarle. Le ordenó que soltase el arma. El matón no hizo caso y se giró para dispararle, pero este descargó varios disparos en su cuerpo que lo derribaron. El matón, en el suelo, hizo un último esfuerzo por disparar, pero Martín vació el cargador sin poder impedir que recibiera un impacto en el hombro. Martín se tocó la herida de bala y se aseguró de que solo era superficial. Mientras, el médico se había metido en un cuarto intentando escapar. Martín estaba acelerado y enfurecido.

―¡Salga de ahí detrás! ―ordenó Martín.

Lang salió temeroso.

―Recoja a Alberto; hay que largarse de aquí.

El médico se precipitó rápido sobre Alberto y con movimientos torpes intentó cogerlo. 

Cuando salió de la fábrica, colocó en la parte trasera del coche el cuerpo de Alberto, que comenzó otra vez a delirar.

Martín no sabía qué hacer con el doctor; si se lo llevaba consigo requeriría vigilancia en todo momento y se convertiría en un testigo que no haría más que estorbar. Si lo dejaba allí, lo primero que haría sería llamar a su jefe e informarle. Tampoco quería matarlo. Y quizá, podría contestarle a todas las preguntas que se arremolinaban en su cabeza.

―Hay que llevarlo a un hospital. Tienen que curarle la herida ―dijo el doctor a Martín.

―¡Quítese toda la ropa! ―volvió a ordenarle al doctor, que se quitó la vestimenta dejándose puestos solo los calzoncillos.

―¡He dicho toda! ―gritó Martín.

El doctor se dio la vuelta y se bajó su ropa interior. Luego volvió a darse la vuelta, y con las manos se tapó sus vergüenzas. Martín decidió meterlo dentro del maletero de su coche; de este modo, después de llevar a Alberto a un hospital lo interrogaría, haciéndole probar su propia medicina.

Abrió el maletero y obligó al doctor a meterse dentro. Este aprovechó la ocasión para, una vez más, implorar por su vida. 

El doctor se metió en el maletero y Martín cogió su ropa volviendo a la fábrica. Controlada la situación, sus nervios se disiparon. Se quitó la camisa y con esta se limpió la sangre de su cuerpo. Del maletín del presunto científico sacó un desinfectante y se roció la herida. Rápidamente, se limpió con unas gasas y cubrió la brecha haciéndose un vendaje. Luego, se puso la camisa y la chaqueta del doctor ajustándolas a su cuerpo. Comenzó a sentir que la situación ya estaba controlada y que lo ocurrido había sido como un mal sueño. Se subió al coche por la parte trasera y comprobó el estado de salud de Alberto. Este tenía fiebre y Martín decidió no perder un instante. Su amigo tenía muchas cosas que contarle.

―¿Qué edad tienes, Alberto? ―preguntó Martín.

―Cuarenta y cinco.

―¿Para quién trabajas?

―Para la CIA.

―¿Cuál era tu misión?

―Localizar a un asesino. 

―¿Por qué? ―preguntó Martín.

―Estaba asesinando a espías de todas las nacionalidades.

―¿Qué ha pasado en estos dos últimos días, Alberto? ―preguntó Martín.

A los pocos segundos, Alberto comenzó a contar qué había hecho en esos días.




   ©copyright Francisco Morales Domínguez. 2020

lunes, 26 de abril de 2021

El Acantilado - Capítulo I Parte I




El acantilado

Francisco Morales Domínguez


Prólogo

 

Un cinco de julio de la década de los noventa, la ciudad de Madrid amanecía dolorida y ensangrentada, como una madre que al despertar encuentra en su regazo a un hijo sin vida, llorando su pérdida con lágrimas que nadie puede consolar. Medidas tomadas desde arriba hicieron que la policía se mostrara conservadora, la información era bien escasa. Como sucede cuando hay fisuras, poca información, pero infiltrada y la prensa se hizo eco en parte de lo ocurrido.

La noticia se retrataba en grandes titulares, mostrando el lado más perverso de la historia. Era como si Madrid no quisiera que la memoria de su hijo fuera olvidada y suplicaba que la publicación no desatara a esa marabunta social que llega hasta el último rincón del mundo civilizado, a esa que devora a su paso el silencio con el más simple cotilleo, ni a la que hace felices a los envidiosos con las desgracias ajenas, ni a la que se inmiscuye en todas las conversaciones, como la última primicia con el suficiente morbo para ser comentada. Entre sus llantos, Madrid se quejaba a la muerte por llevárselo tan joven. En sus sollozos, maldecía al diablo por haberlo engañado con la supuesta fruta prohibida que les conduciría al amor y la felicidad, solo mientras es consumida, porque cuando dejan de saborearla les gobierna el dolor y el odio. En su anhelo, preguntaba a Dios por qué había permitido que se apartara de su camino, si a todos los quiere por igual y les desea lo mejor, por qué esta vez era el suyo. Finalmente, en su triste resignación, imploraba al Misericordioso que fuera benevolente con él en su casa y que lo acogiera como a su propio hijo, pues ella hacía lo mismo por los suyos. 






Capítulo



Las ocho y media de la mañana en París. Martín Lebach llevaba un maletín en la mano a pocos metros de la Torre Eiffel. Elegante y guaperas, de pelo moreno engominado miraba su reloj de pulsera cuando salía de su hotel. Sonó su teléfono móvil y lo cogió.

―¿Dígame?

―¡Hola!, ¿Martín? ―preguntó Rosendo. 

―¿Es el Museo del Prado? ―contestó Martín. 

―¿Por qué el Prado? No, soy Rosendo, el padre de Beatriz. Mire, perdone que le moleste. Había quedado con ella y no sé nada desde hace dos días. Sus amigas tampoco. Me sale su contestador en el móvil y no me devuelve las llamadas. Estoy desesperado y pensé que sabría algo de ella.

―Pues no sé nada. Y no sé qué decirle, pruebe a dejarle más mensajes.

―Verá, hace unos días me presentó a Alberto, un poeta, parece que ahora sale con él.

―Buen chico, Alberto ―interrumpió Martín.

―Sí, eso creo. La defendió en un caso de violencia en que se vio involucrada. Me gustaría contactar con él.

―La verdad es que debería tranquilizarse. De Alberto sí tengo noticias. Hablé con él hace poco y se encontraba estupendo. Seguramente ellos estarán de viaje. De todos modos, acuda a la policía si no aparece. Ahora estoy fuera del país y le llamaré a mi regreso.  

―Se lo agradezco.

―Ya verá como esto tiene una explicación y en breve estará hablando con ella.

―Gracias, Martín. Hasta pronto.

Martín guardó su teléfono un tanto intrigado por la llamada y al ver un taxi levantó la mano volviendo a la realidad que le esperaba.


En las afueras de Madrid, en una fábrica abandonada, Dimitar Meszaros, de cabello rubio, cincuenta años, con dureza extrema y signos de mala vida tatuados en el rostro, interrogaba a un hombre encapuchado sin dejar de propinarle golpes sanguinarios. El encapuchado no soltaba prenda. Sonó el teléfono. Dimitar, de mala gana, dejó de golpearle. Al coger el móvil, al otro lado de la línea, estaba Diego Galván, de cincuenta y cinco años, presidente de la corporación Galván. De constitución gruesa, severo y drástico con sus subordinados.

―¿Cómo va el perro? ―preguntó Galván con voz congelada.

―Necesito más tiempo ―contestó Dimitar con preocupación.  

―Se te acabó el paseo, ven ahora mismo.

Dimitar con la misma mala gana colgó el teléfono y se dirigió al despacho de Galván. Cuando llegó al Galván Tower se preparaba para encajar la reacción de Galván por no haber conseguido lo que este esperaba.

―Te has ido de la mano en el interrogatorio de Cedrés ―dijo Galván.

―Tiene entrenamiento militar. Necesito más tiempo.

―Me acaban de notificar que ha muerto. No haces más que fastidiarla. Menos mal que os queda el entrometido. Ahora se encargará Lang.

―¿Todavía cree que el suero es efectivo? ―preguntó Dimitar. 

―El suero ha mejorado y no pasará lo mismo que con los otros.

―La gente no lo aguanta. Déjemelo a mí. Necesito más tiempo, cantará el entrometido y hasta Martín.

―No, necesito saber dónde están las fotos. Te has vuelto rabioso, estás fuera de juego. Sobre Martín no me fio de él, que se encarguen los chicos, no es más que un maldito traidor.

―Se hará lo que usted diga ―dijo Dimitar con un golpe seco de voz.


A Martín le había dejado el taxi en la Torre Eiffel y de allí pensaba ir al Louvre antes de volver a Madrid. Sin equipaje, había viajado a París por negocios y quería contemplar algo de la ciudad de la luz. Solo con un maletín, alzó la mirada para ver la estructura férrea de Eiffel. En ese instante, dejando atrás la llamada preocupante de Rosendo, sonó su móvil:

―¡Buenos días, Martín! ¿Cómo vas en París? ―preguntó Galván.

―Ya he terminado, tengo los contratos y en breve estaré en camino hacia Madrid.

―Tienes que venir inmediatamente. Cedrés ha dejado una nota diciendo que abandona la organización, se ha fugado con su amante. Búscate una chica que no te haga perder la cabeza, Martín.

―Me pides un milagro.

―Ahora el Director en funciones eres tú.

―Gracias por el nombramiento, pero significa mucha responsabilidad, muchas reuniones, muchos viajes, mucho estrés y total para que se quede Hacienda la mayor parte. Y sin contar que tendré poco tiempo para pintar.

―Eres un llorón. No acepto un no. Te quiero aquí ya. 

―No sé qué te ha hecho el arte. Te veré luego. 

―Te estoy esperando ―dijo Galván enérgicamente―. Hasta pronto.

En ese instante Galván le colgó la llamada y le dieron ganas de estampar el móvil contra la pared. Martín vio un taxi libre y como una señal en su vida, levantó la mano. Se subió al auto.

―¿A dónde le llevo, señor? 

―Al Louvre.


En Madrid, Rosendo pensaba en las palabras tranquilizadoras de Martín, pero no conseguían calmar la preocupación por su hija. Alberto le había parecido buen muchacho, veía bien a su hija con él. Sin embargo, decidió acudir a la policía.


Horas más tarde, un taxi dejaba a Martín en el aeropuerto de París-Orly. Cada vez se le hacían más pesados los viajes por la sencilla razón de que no eran de placer sino de negocios y tenía una meta que cumplir en cada viaje. Un negocio que tenía que ser sí o sí.

Estando dentro del avión, en su asiento, Martín se quedó dormido, imaginó que era como una pequeña siesta en su casa. Una azafata de rasgos escoceses lo despertó con voz serena.

―Señor, el avión ya ha aterrizado.

Martín, despertó y, al ver a la azafata, recordó dónde estaba.

―Perdone, señorita, el piloto y el avión son buenísimos o yo cada vez soy más viejo. 

―Está estupendo, señor.

―¿No habré roncado mucho?

―No, señor, no se preocupe, acomódese. Le acompañaré a la puerta. 

Martín cogió su maletín y cuando llegó a la puerta agradeció la amabilidad a la azafata.

Aquella mañana estaba intranquilo; la llamada de Rosendo, los documentos que llevaba y su propio pasado le tenían bastante removido y le provocaban tal estado. Solo pensaba en llegar hasta los lavabos, donde tenía escondida una pistola. Según caminaba por la terminal, escuchaba rumores de una noticia. Le inquietó. Se dirigió a control «C», allí había un lavabo que poca gente utilizaba. Entró en el tercer retrete y cerró la puerta pasando el pestillo. Más calmado, se subió a la tapa del retrete y del falso techo extrajo una pistola que se colocó a la altura del cinturón. Sus nervios se disiparon al sentir el contacto frío del metal. Se encaminó al kiosco de la prensa y quedó sorprendido al leer el gran titular del día en un periódico. Sin dudar, compró un ejemplar y leyó minuciosamente los grandes titulares. Con pasos firmes, se dirigió a las cabinas telefónicas, miró a todos lados y discretamente hizo una llamada a su novia, Tania, una pija de las que quitaban el hipo. Para ella la vida no tenía sentido sin un ritmo celerísimo de compras caras y de lujo.

―Cariño, soy Martín. Ha ocurrido algo muy  importante. Se me ha presentado la ocasión para dejar a Galván ―dijo con voz cercana y afectuosa.

―No importa la oportunidad que tengas, siempre y cuando sea mejor ―añadió Tania.

―Lo llevo esperando desde hace tiempo.

―Sí, eso está muy bien, pero si sigues con Galván podrías llegar a ser director general, cariño.

―Cariño, tengo mucho dinero ahorrado, ¿para qué más? 

A ella se le notaba enfadada.

―No lo hagas y recapacita, lo tendrás todo. ¿Has oído bien? Lo tendrás todo. ―La chica le colgó el teléfono.

«Menos mal que no me enamoré», pensó Martín.

Martín, algo molesto, colgó el teléfono y se dispuso a salir del hall. Apenas salía por una puerta de la terminal y cuando se proponía llamar a un taxi, se le aproximó apresuradamente un chófer uniformado, de raza asiática, que le saludó titubeante y se disculpó de su retraso. El chófer le llevó hasta una limusina. El interior del vehículo lucía aún más lujoso que el exterior. En los sillones relucía la tapicería de cuero negro. Delante de él vio una botella de champán y una nota con una frase escrita: Bienvenida para el nuevo director de empresas Galván en Madrid. Felicidades. Martín se sobrecogió al leer la nota; demasiados cambios en muy poco tiempo, alguna que otra incógnita que resolver. El cargo que deseaba su novia para él ahora era suyo. Por un momento, no le importó qué había sido de su jefe, Marcos Cedrés. Luego recapacitó y empezó a preocuparse. Cedrés fue quien le introdujo en la organización y este cambio de cargo respondía a algún motivo que desconocía. Abrió la mampara que le separaba del chófer y le preguntó:

―¿Has visto hoy a Marcos Cedrés en la oficina?

―No, señor. Hoy no he visto al director general. 

―Gracias.


Martín se quedó pensativo mientras cerraba el habitáculo. Rápidamente, lo olvidó y se puso a pensar en lo que le esperaba. Resplandeciente de orgullo, abrió la botella y se llenó una copa. El primer sorbo fue comedido y le supo a gloria; el segundo fue un largo deleite del estatus que había recuperado. Tenía la posibilidad de ganar cuatro veces más, cantidad que en varios años le haría ganar lo suficiente para alcanzar una no desdeñable fortuna. Con ese dinero montaría su propio negocio, abandonaría la mafia y volvería a ser un artista en algún lugar cálido. Lo que había leído en el periódico le daba alas para hacerlo. El tercer sorbo se lo bebió de golpe, en un solo trago, seco y amargo, como si la desdicha fuera el último regusto que quedaba en la copa. Atrás quedaba la humillación que sufrió cuando su padre, un millonario alemán, se suicidaba después de haberse arruinado. Hasta ese momento, había vivido a todo tren, con todo tipo de lujos. Estudiaba en una de las mejores universidades de Europa, aunque no llegó a terminar la carrera de Empresariales. Se llenó la copa de nuevo y siguió saboreando la nostalgia de los buenos tiempos, la evocación del más puro hedonismo de finales del siglo XX. En un tiempo en que las más bellas mujeres le consideraban un buen partido, recibiendo de ellas todo el amor y felicidad que las tarjetas sin límite pueden comprar y que la cocaína semiadulterada puede seducir. Le fue muy duro despertar del paraíso de las tarjetas de crédito; y, ahora, recostado en el sillón, se enorgullecía de su obstinación por no recibir ayuda de sus amigos. Veía muy lejos todos sus fracasos y la miseria que encontró cuando buscó trabajo en las empresas de la elite del continente. De este modo, se alejó de todas sus amistades y acabó trabajando para el señor Galván, un hombre de mala fama dentro del mundo empresarial. 

Encendió el televisor de la limusina; se estaba emitiendo un  programa de encuestas sobre «¿Qué es lo más importante en la vida?». El presentador preguntó a un joven: «Realizar tu sueño»); luego preguntó a una mujer: «Que tu pareja te corresponda»; a continuación, preguntó a un anciano: «Ser feliz»... Martín se dijo a sí mismo: «Yo no he conseguido nada». 

El programa continuaba con las entrevistas a las personas que circulaban por la calle. La limusina para, quedando delante de las puertas del Galván Tower, un edificio de treinta pisos de alto, de lujosa fachada donde el mármol convive con el vidrio. En pocos segundos, ya había entrado a la oficina, recibiendo el saludo de su secretaria y un recado:  

―El señor Galván le espera en el despacho del señor Cedrés ―anunció ella. 

Allí le estaba esperando su jefe. Le hizo la indicación de que pasara con un gesto rápido y seco. El anfitrión era un hombre de cincuenta y cinco años, de aspecto fuerte esculpido a base de golpes recibidos, también devueltos y con creces. Era grueso y embaucador, de ojos marrones como un bosque en otoño. Este le dijo que se acomodara y le ofreció una copa. Martín aceptó su invitación. Había una razón de peso para ello: era su jefe.

―Buenos días, Martín. ¡Felicidades!

―Buenos días, Diego. Gracias. Es todo un honor.

―Tu hora ha llegado. Eres el segundo de abordo. Hasta que el consejo de administración te nombre, ejercerás el cargo. Me marcho urgentemente a una reunión muy importante en Hong Kong. ¿Cómo fue el vuelo? ―inquirió el señor Galván. 

―Rápido.

―Vaya, veo que estás de buen humor. Contentos es como quiero a mis empleados... Y ahora, entrégame los contratos de París.

Martín abrió su maletín y sacó unas carpetas con documentos.

―Gracias por el puesto, pero... ¿qué ha sido de Marcos Cedrés? ―preguntó a continuación.

―Mal asunto lo de Cedrés. El mismo día que te marchaste a París se fugó con su amante. No me interesan personas así. Quiero gente como tú, que no se deja gobernar por una chica. Espero que no te pase lo mismo y tengas a tu lado una mujer de los pies a la cabeza. Creo en ti y veo que estás capacitado para este puesto. Hay una operación que tienes que solucionar de inmediato. ¿Tienes ganas de trabajar?

―Sí. Y mucho. 

―¿Recuerdas aquellos contratos que misteriosamente han sido concedidos a otras constructoras?

―Sí. Yo redacté varios contratos ―dijo Martín, viendo expectante cómo el señor Galván metía la mano en un cajón de su mesa y la sacaba con un enorme sobre de color marrón que lanzó delante de él.

―Esto es lo que me ha impedido hacer buenos negocios. Ábrelo.

Martín extrajo del sobre un montón de fotografías. Detenidamente, empezó a verlas una a una. En todas ellas se mostraba a un hombre con la cabeza oculta en un círculo y en plena actividad sexual con una jovencita muy exuberante que también tenía la cabeza borrada.

―Por culpa de estas fotos comprometedoras he perdido mucho dinero. Me las ofrecieron y he decidido conseguirlas. Contraté a unos detectives que le han seguido la pista al intermediario que me las ha ofrecido. A partir de ahora, estarás pendiente de la llamada de estos colaboradores y les dirás que tienen que llevar al intermediario a una fábrica abandonada; luego te llamará un científico de nuestra organización. ―El señor Galván le enseñó otro sobre de color marrón― esta es la dirección y las llaves. Nuestra red farmacéutica ha derivado un suero del pentotal sódico que es cien por cien efectivo. Es como poner su mente a nuestra disposición. Tu misión se centrará en dirigir el interrogatorio. 

―Creo que ese no es mi trabajo ―comentó Martín.

―¿Cómo qué no? Ahora te encargarás de otras cosas de la empresa.

―Soy ejecutivo gerente, no tengo ni idea de llevar un interrogatorio.

―Tú no harás nada, solo presencia física. Es una parte de los contratos que conseguías hasta ahora o me vas a decir que no sabías cómo funcionaba. Todo saldrá a las mil maravillas. Tu sueldo se aumentará en cuatro veces.  

―Si es así, por mí no hay problema.

Martín mira las fotos.

―Yo tengo que irme a Hong Kong. Dejo mi casa en tus manos. ¿Serás capaz de hacerlo?

―El placer está en el juego.

El señor Galván miró fijamente a Martín.

―Adiós, Martín. Espero que mi viaje también sea rápido.

El señor Galván se despidió con una mirada incisiva.

Según se marchó el señor Galván, pensó en llamar a su novia y darle la noticia, pero recordó las palabras de su jefe: «No te busques una mujer que solo piense en gobernarte». Luego recordó la promesa que le había hecho a Rosendo y llamó a su secretaria por el telefonillo. Ella se presentó en un instante.

―Necesito que llames a estas personas —le da una vieja libreta―, tienes que localizar a Beatriz Torres, pregunta por ella, si alguien sabe algo.

La secretaria cogió la libreta y se marchó a su oficina. Martín sacó su agenda e hizo a una llamada desde su teléfono fijo.

―¡Hola, Patricia!

―Martín, cariño mío ―saludó ella.

―Me llamó el padre de Beatriz, dice que ella está desaparecida.

―Sí, a mí también me llamó. Le dije que estarán de viaje. El otro día ella y Alberto estuvieron aquí. Ella estaba tan enamorada de él. La vi con tanta ilusión. Seguro que estarán de viaje.

―Lo mismo pienso yo, Patri. Espero que así sea. 

―Hablaré con mi hermano, el comisario, quizás él pueda hacer algo. Te avisaré cuando aparezca.

―Gracias, Patri.

―Gracias a ti.

 

En casa de Martín estaba a punto de suceder una tormenta perfecta. Su novia, Tania, había sido avisada por el mismo Galván anunciándole el nombramiento del cargo y dándole las felicidades. Le achacó el gesto que había cometido Cedrés, el antiguo director general, al fugarse con su amante y le pidió que tratara a Martín a las mil maravillas, pues él iba a hacer lo mismo con ella.

Sonó el timbre y Martín, intrigado, acudió a la puerta. Miró por la mirilla desconfiado y cuando vio a Tania se imaginó lo que había pasado.

―No has tenido la decencia de llamarme ―dijo ella entrando a la casa enfadada.

―Ya te llamé y te enfadaste.

―Me llamó el mismo Galván para darme la enhorabuena del puesto. ¿Tú te crees que me voy a creer ese cuento? Te estás viendo con otra, igual que Cedrés.

―No, cariño. No sabes leer entre líneas.

―Dime, ¿con quién te estás viendo?

―Está bien, con Beatriz, la fotógrafa. Lo has descubierto.

―Esa mosquita muerta. La voy a buscar y cuando la encuentre, se va a enterar.

―No estaría mal. ¿Por dónde vas a empezar?

―Ríete. Esto no quedará así, haré que Galván te despida.

Martín le abre la puerta. Tania llega a la puerta y antes de marcharse:

―Vamos a ver cuánto te dura el bomboncito. 




©copyright Francisco Morales Domínguez. 2020

martes, 9 de febrero de 2021

Черепаха-Принц

 


Черепаха-Принц

Сын Черепахи-Короля, к слову, очень приятный и доброжелательный, должен был наследовать престол в Черепаховом Королевстве.

В один прекрасный день наследник неожиданно заболел, и придворный лекарь не знал, что с ним происходит; никогда раньше ему не приходилось сталкиваться с подобной болезнью. 

С каждым днем принцу становилось всё хуже, он слабел на глазах. Тогда король решил созвать Черепах-лекарей из всего королевства. Во дворце собрались разные знатоки, но среди всех лишь одна Черепаха оказалась настоящим лекарем. Её звали Черепаха-Бастарда-Хитрая. Сказав, что у неё есть лечебное снадобье, Бастарда пообещала спасти жизнь наследника, но попросила большую плату: целую телегу золотых слитков. Король очень удивился, как может лекарь просить такую большую плату за спасение жизни? Тогда правитель заставил Бастарду самой попробовать новое снадобье. Но Хитрая Черепаха неожиданно возразила и отказалась. Королю всё стало ясно, и он отправил Бастарду в тюрьму.

Шли дни, принц слабел, никто не знал, что делать. И вдруг в один солнечный день во дворец пришла Черепаха-Боба. В народе все звали её «Глупая», и поговаривали, что она поедает все на своем пути. Черепаха-Боба заявила, что знает рецепт лекарства от недуга принца.

- Что ты просишь за свою помощь, Боба?

- Я хочу работать здесь, быть лекарем в вашем королевстве.

- Так и быть, сели ты сможешь вылечить моего сына, я сделаю тебя помощницей придворного лекаря. Но ты первая попробуешь свое лекарство прежде, чем напоить моего сына.

- Конечно, сначала я все выпью сама - ответила Боба. - Сейчас я приготовлю отвар и исцелю принца.

Черепаха-Боба сварила лекарство и выпила его первая. Затем напоила отваром принца. Прошла пара дней, и наследник наконец стал чувствовать себя лучше, а уже через несколько недель полностью излечился.

После этого Король принял Бобу в помощники придворного лекаря и заявил, что она больше не может считаться Черепахой-Глупой, раз уж смогла вылечить необъяснимый недуг принца.  

Конец.

 

Traducido por: Ekaterina Novikova

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